As, así y asá
Lo
entenderé, pero no lo enseñaré. Me dieron dos cartas, una era un as, la otra no
me importa. Tenía full house, pero me sentía solo, jugando mi mano con apuesta
al sol, que por cierto era verde y tenía tres hojas, como el as. Era un sol
cotidiano, hastiado, inmaduro, pero no menos brillante. Tenía una jugada
preparada. La pensé (la jugada no, las jugadas no se piensan) durante tres
minutos hasta que el último de el trío de compadres se decidió por
resignarse a la muerte en la mesa. Hacía falta algo tan esencial y tan
olvidable como la sal en el espagueti insípido que preparo ¿Qué es?
¿Qué pensé? ¿Qué hago jugando con tréboles, cuando el jugador desalmado
que quiero ser juega con corazones? No sé, a veces sé que la quiero, pero no
puedo sentir con un corazón, ya no tengo de esas cartas. Uno no puede ganar una
partida, ni de amor ni de póquer, con puros corazones. Los tréboles,
en cambio, son más sinceros y hasta traen suerte por la antonomasia de llevar
tres brazos verdosos. El juego siguió sin la presencia de la ignominiosa razón.
Las picas de mi contrincante martillaron el naipe que quedó en el pecho, que jamás
había sentido como parte de mí. Al mismo tiempo me di cuenta, que descuidé a la
flor de carne y tallo por la imperial desgracia marchita. Que los diamantes
únicamente le ganan partidas (de las dos) a las prostitutas. Empecé a
sentir con el trébol, se adecuó a mí como todas las noches de sábado, pero esta
vez cambió mi mano flácida por mi desencajado pecho. Se metió por el
estomago, me hizo cosquillas con sus extremidades y se instaló al lado del
riñón, así me protegería del alcohol y del amor. Yo ya sabía que el
trébol no me fallaría. Para finalizar nuestra reunión, le dije a mi
contrincante, con acento americano: “I prefer to hold you in Texas more
than playin’ Texas hold ‘em.”
Sebastián González
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